domingo, 27 de mayo de 2012

Réquiem por Miranda



Mirar videos musicales en internet se convirtió en el pasatiempo preferido del cabo Miranda. Trabajar durante doce años en una dependencia burocrática había secado su vida. Las horas del día goteaban tan lento, que su existencia se evaporaba  por una coladera. Miranda siempre quiso ser gendarme. La convicción le nació desde pequeño.
Las oficinas de la policía estaban en el centro de la ciudad. El cabo Miranda caminaba todos los jueves, desde la avenida Pichincha y Manabí hasta el barrio de San Juan. La gula se había convertido en su pecado capital: comía por ansiedad. La ciudad y su vida mutaban constantemente, las dos eran caóticas, inseguras, y marginadas. El invierno era inmisericorde para ambos.
Miranda se movía lento y tembloroso. Sus ojeras contrastaban con el color del pavimento. Llevaba tres noches sin dormir. La ansiedad no lo dejaba en paz, sabía que algo estaba por suceder. El sol del medio día le consumió las pocas energías que le quedaban. En la esquina de la Vargas, un hombre lo miró detenidamente, Miranda apresuró su pasó, sintió que caminaba contra corriente.
En aquel instante recordó la primera vez que estampó a su mujer contra la pared. Aquella noche tomó un par de cervezas y se encerró en el baño. Lloró sin consuelo por cinco minutos. De regreso a la oficina, el cielo de Quito se vistió para la misa de réquiem. La lluvia viró la esquina. La ciudad era una premonición de su futuro.
Miranda tenía un olor fétido, resultado de la mixtura del sudor,  la lluvia y  la angustia. Su boca estaba seca. Aún faltaban cuatro horas para salir de ese infierno. Prendió su computadora y se puso a mirar videos musicales en internet. Su rostro dibujaba una leve sonrisa. La ansiedad seguía sentada a su diestra. Sabía que algo estaba por ocurrir….



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