Mirar videos musicales en
internet se convirtió en el pasatiempo preferido del cabo Miranda. Trabajar
durante doce años en una dependencia burocrática había secado su vida. Las
horas del día goteaban tan lento, que su existencia se evaporaba por una coladera. Miranda siempre quiso ser
gendarme. La convicción le nació desde pequeño.
Las oficinas de la policía
estaban en el centro de la ciudad. El cabo Miranda caminaba todos los jueves,
desde la avenida Pichincha y Manabí hasta el barrio de San Juan. La gula se
había convertido en su pecado capital: comía por ansiedad. La ciudad y su vida
mutaban constantemente, las dos eran caóticas, inseguras, y marginadas. El
invierno era inmisericorde para ambos.
Miranda se movía lento y
tembloroso. Sus ojeras contrastaban con el color del pavimento. Llevaba tres
noches sin dormir. La ansiedad no lo dejaba en paz, sabía que algo estaba por
suceder. El sol del medio día le consumió las pocas energías que le quedaban.
En la esquina de la Vargas, un hombre lo miró detenidamente, Miranda apresuró
su pasó, sintió que caminaba contra corriente.
En aquel instante recordó
la primera vez que estampó a su mujer contra la pared. Aquella noche tomó un
par de cervezas y se encerró en el baño. Lloró sin consuelo por cinco minutos.
De regreso a la oficina, el cielo de Quito se vistió para la misa de réquiem.
La lluvia viró la esquina. La ciudad era una premonición de su futuro.
Miranda tenía un olor
fétido, resultado de la mixtura del sudor,
la lluvia y la angustia. Su boca
estaba seca. Aún faltaban cuatro horas para salir de ese infierno. Prendió su
computadora y se puso a mirar videos musicales en internet. Su rostro dibujaba
una leve sonrisa. La ansiedad seguía sentada a su diestra. Sabía que algo
estaba por ocurrir….
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