martes, 24 de julio de 2012

Piso 3



-¡Que no puede entrar señor!, necesita una autorización. Es sábado y no hay nadie que le pueda ayudar.

El guardia que paró a Joaquín en la puerta llevaba quince horas de trabajo continuo. No iba al baño desde hace seis horas, no comía desde hace nueve y no había hecho el amor con su esposa hace más de tres semanas.

Manuela caminaba lento. Sus ojos pequeños y almendrados sostenían a las oscuras ojeras que llegaban hasta el ecuador de su rostro. De sus labios secos, color carne, se desprendían pequeñas costras que desaparecían con el viento que llegaba de la calle. Su padre acababa  de morir de un infarto. En el puño sostenía con rabia el escapulario de nuestra señora del Quinche, que él le regaló cuando era niña.

Una televisión plasma de 42 pulgadas suministraba el analgésico necesario para la monótona espera en el Andrade Marín. Joaquín miró  hacia fuera. En el patio, un niño delgado, con risos alborotados, lloraba mientras agitaba su mano. Saludaba a una señora que, pegada a una venta de un piso superior, le sonreía aérea y luminosa.

La paciencia se terminó. -Sino me deja entrar a darle este medicamento a mi madre, le juro que no respondo-, sentenció Joaquín.

El guardia reflexionó por unos segundos y le abrió paso. El ascensor paró en el piso tres. La pintura descascarada de las paredes, los pisos rotos y las baldosas verdes, que había visto hace quince años, seguían intactas. Lo anterior había sido sólo una entelequia.

Un cartel amarillo, en medio la puerta, advertía que los pacientes de este lugar estaban en tratamiento radioactivo. Una puerta maltrecha era la que conspiraba contra Joaquín. No podía ver a su madre y entregarle el pastelito de vainilla. A la salida el guardia era otro. El anterior estaba en el baño haciéndose la paja. Aún le faltaban dos horas de turno. –Vio que no me demoré nada, más el problema que se hizo-.

En la calle una polvareda envistió a Joaquín. Los vientos de la oscura ciudad de Quito, levantaron sus rizos alborotados y sacudieron el escapulario de la virgen del Quinche que colgaba de su cuello…







  

  


domingo, 27 de mayo de 2012

Réquiem por Miranda



Mirar videos musicales en internet se convirtió en el pasatiempo preferido del cabo Miranda. Trabajar durante doce años en una dependencia burocrática había secado su vida. Las horas del día goteaban tan lento, que su existencia se evaporaba  por una coladera. Miranda siempre quiso ser gendarme. La convicción le nació desde pequeño.
Las oficinas de la policía estaban en el centro de la ciudad. El cabo Miranda caminaba todos los jueves, desde la avenida Pichincha y Manabí hasta el barrio de San Juan. La gula se había convertido en su pecado capital: comía por ansiedad. La ciudad y su vida mutaban constantemente, las dos eran caóticas, inseguras, y marginadas. El invierno era inmisericorde para ambos.
Miranda se movía lento y tembloroso. Sus ojeras contrastaban con el color del pavimento. Llevaba tres noches sin dormir. La ansiedad no lo dejaba en paz, sabía que algo estaba por suceder. El sol del medio día le consumió las pocas energías que le quedaban. En la esquina de la Vargas, un hombre lo miró detenidamente, Miranda apresuró su pasó, sintió que caminaba contra corriente.
En aquel instante recordó la primera vez que estampó a su mujer contra la pared. Aquella noche tomó un par de cervezas y se encerró en el baño. Lloró sin consuelo por cinco minutos. De regreso a la oficina, el cielo de Quito se vistió para la misa de réquiem. La lluvia viró la esquina. La ciudad era una premonición de su futuro.
Miranda tenía un olor fétido, resultado de la mixtura del sudor,  la lluvia y  la angustia. Su boca estaba seca. Aún faltaban cuatro horas para salir de ese infierno. Prendió su computadora y se puso a mirar videos musicales en internet. Su rostro dibujaba una leve sonrisa. La ansiedad seguía sentada a su diestra. Sabía que algo estaba por ocurrir….



miércoles, 15 de febrero de 2012

Honrarás a tu padre


                       El pasado no la había preparado para el presente que estaba viviendo… (Gay Talese)

En 1969, Mario Puzo -escritor estadounidense de origen italiano- publica El Padrino, novela de ficción que, a través del personaje de Vito Corleone, retrata a la mafia de la década de los cuarenta. En el mismo año, Salvatore (Bill) Bonanno, hijo de Joseph Bonanno, jefe de una de las cinco familias de la mafia italoestadounidense que gobernaron la ciudad de Nueva York por más de tres décadas, se encontraba en medio de un juicio en la corte federal.
En 1971, Gay Talese -considerado el padre del nuevo periodismo en Estados Unidos- publica Honrarás a tu padre. Diez años de investigación permitieron al escritor abordar aristas tan desconocidas e impenetrables, como la vida de las esposas e hijos de los jefes de la mafia. Para esas fechas, Bill Bonanno ya tenía sentencia. Y en  Hollywood, el director Francis Ford Coppola se alistaba a estrenar la adaptación cinematográfica de El Padrino.
A finales del siglo XIX, los bajos fondos de la ciudad de Nueva York estaban regentados por las mafias de origen irlandés y judío. Migrantes de origen italiano como Salvatore Maranzano quien, años después, junto a Joseph Bonanno daría una estructura organizacional a la mafia, empezaba su carrera en las organizaciones al margen de la ley. A inicios del siglo XX, la población de origen italiano se había triplicado. La mayoría provenía de la isla de Sicilia. Los Bonanno eran originarios de Castellammare del Golfo, un pequeño pueblo siciliano  donde la relación entre familias estaba dada por la constante lucha de poder.
Con el tiempo esa lucha se volvió transatlántica. Se trasladó a Queens, Manhattan y, sobre todo, a  Brooklyn. En medio de sus angostas calles,  casas y edificios llenos de migrantes, fueron testigos de la guerra de los castellammarenses, la guerra de los Banana (Así denominó la prensa, al conflicto interno, ocurrido en la década de los sesenta, entre dos facciones de la organización Bonanno), y las incontables guerras internas, alrededor de las veinte y cuatro familias que conformaban la Cosa Nostra a lo largo de Estados Unidos.
A inicios de la década de los sesenta, los capos de la mafia intuyeron que la época dorada de su organización se extinguía. El joven fiscal  general de los Estados Unidos, Jhon  Kennedy, se había propuesto terminar con la Cosa Nostra. La vida glamorosa de los mafiosos, retratada a diario por periódicos y revistas, fue remplazada por titulares de órdenes de arresto y juicios.
Los jefes pasaban meses enteros en la clandestinidad, escondiéndose de las autoridades que los buscaban para ponerlos tras las rejas, y de sus enemigos, que los querían muertos. Del otro lado, sus  esposas e hijos vivían sus propios confl ictos internos. Su presente estaba relacionado con su pasado familiar, ir en contra corriente no era una opción para sus vidas.
Bill Bonanno fue el primogénito de Joseph Bonanno,  el capo con más tiempo al frente de una de las cinco familias de la mafia en Nueva York. Bill y sus dos hermanos, crecieron bajo la sombra de su padre. Pero a diferencia de Catherine y Joseph Jr. Bill, desde pequeño estuvo atraído por la figura e impotente presencia de su progenitor. A pesar de eso, en su juventud estuvo dispuesto a labrar un camino distinto y distante al de sus antepasados. El tiempo le enseño que la lealtad hacía su padre era más fuerte que su propia voluntad.
Talese, a más de situarnos frente a frente con los hechos y acontecimientos que dieron origen a la mafia italiana en Estados Unidos y su posterior auge y caída, nos plantea entre líneas y  bajo las premisas de Sigmund Freud, cómo la relación que tenemos en la infancia con nuestros padres nos marca y condiciona el resto de nuestras vidas. Cabría que el lector se pregunte: ¿Qué estaría dispuesto a hacer por lealtad a su padre?



martes, 31 de enero de 2012

La Inquisición

-Si no se tranquiliza, la máquina puede arrojar resultados que le van a perjudicar, ahí si mi amigo, directo a la cárcel-. Las estrellas fosforescentes, alrededor del foco del tumbado, contrastaban con lo frío y austero del cuarto; un par de sillas negras, un escritorio de madera, un armario, una computadora y un librero, matizaban la oficina. Eran las tres de la tarde. La ciudad estaba a unas horas de perderse en el tráfico. Joaquín trataba de mantener la calma, sin embargo, las manos no dejaban de sudarle. Sentía como los latidos de su corazón se aceleraban. El inquisidor era un hombre de contextura robusta, un metro ochenta de estatura, y un semblante lleno de angustia, que escondía detrás de sus grandes lentes.

- ¿Sabe por qué está aquí?- Joaquín asintió con la cabeza -Los delincuentes no nacen, se hacen- sentencio el hombre. - ¿Alguna vez ha mentido, robado, engañado?- Joaquín nunca pensó estar en medio de una situación como esta. Eran cerca de las cuatro de las tarde. Afuera la gente se preparaba para salir de sus trabajos. Esa noche, los noticieros  transmitirían las noticias de todos los días; críticas al Presidente, críticas del Presidente, inundaciones, deslaves, el conflicto en Oriente Medio, sin embargo, la noticia de que -en algún lugar de la ciudad, en el interior de una casa, similar a miles de casas,- Joaquín había comparecido ante la inquisición,  pasaría desapercibida para los millones de televidentes.
-Necesito que mires fijo al papel morado en el armario- El inquisidor se levantó, parecía más alto de lo que Joaquín pensó en un inició. Mantenía escondida su cara de angustia. Los latidos se su corazón se precipitaban más y más rápido. El inquisidor se acercó a Joaquín, tomó un cable y se lo colocó alrededor del dedo anular y del dedo medio,  otro a la altura de su pecho y finalmente uno alrededor de su vientre. Joaquín pensó que  en otra casa de la ciudad, las cosas estarían peor. -Si no se tranquiliza, la máquina puede arrojar resultados que le van a perjudicar, ahí si mi amigo, directo a la cárcel-…

sábado, 19 de noviembre de 2011

Hoja de Vida

Profesión -preguntó la doctora- Al otro lado de la mesa, Martina sentía cómo la transparencia de su rostro hervía y detonaba en un rojo intenso. Por unos segundos, sus pequeños dedos se paralizaron. -Autodidacta- respondió. La doctora frunció el seño. ¿Experiencia? Martina se mantuvo en silencio. Lo único que se escuchó por unos segundos fue el ruido del aguacero que caía en Quito. -Por lo que veo usted nunca ha estado en una tormenta, en una granizada, o en  una lluvia cualquiera, de esas que abundan en la ciudad-. Martina no soportó más, se levantó y salió corriendo. Desde ese día, odia las entrevistas de trabajo. Tiene claro que para una gota que ha dedicado su vida al estudio del diluvio universal y a la lectura de los cuentos de Cortázar, será siempre complicado tener la oportunidad de convertirse en ¡plaf!, en nada…

viernes, 14 de octubre de 2011

La Familia

-Sí, yo tengo dos papás- La señora abrió los ojos como búho en medio de la noche, su mirada inquisidora traspasó la piel y los huesos de Antonio. Su abuela lo tomó de la mano, lo sacó de la zapatería- cómo dice esas cosas mijito, no ve que las vecinas van a pensar que su mamá tiene dos maridos- A la edad de siete años, Antonio tenía dos papás; uno era su abuelo Carlos, el esposo de su abuela Manuela; el otro  era Guillermo, uno de los tíos de su mamá.
En la escuela cuando la maestra pedía a los niños dibujar a su familia, a Antonio le hacía falta el papel. Sus dibujos tenían que ser pequeños, sencillos para que su bisabuela, abuela, abuelo, tío, tía, mamá, hermana, primos, perros y todos los que llenaban su casa de lunes a domingo pudieran entrar. Antonio no sabía que era una familia nuclear, el concepto creado apenas doscientos años atrás con el nacimiento del capitalismo, en donde una familia tenía que estar formada por un padre una madre y sus respectivos hijos, le era totalmente ajeno.
Con el tiempo su familia fue mutando, cambiando de colores y formas. Mientras unos llegaban otros se iban. A muy corta edad Antonio tomó conciencia de dos cosas fundamentales; que siempre le faltarían hojas para dibujar a toda su familia, porque para él, como para muchas otras personas, la familia no tenía  que ver sólo con los lazos consanguíneos; y que siempre habría señoras con los ojos como búhos y miradas inquisidoras…

viernes, 30 de septiembre de 2011

El ruido de las cosas al caer...

    Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte, Era el frío de la nada…José Asunción Silva (Nocturno)
                           
Existen hechos y acontecimientos que, sin conocerlos, marcan nuestras vidas, nos constituyen y estructuran. Muchos de estos se encuentran en nuestro pasado, en el pasado de nuestros padres, de nuestros abuelos, y en el de los padres de estos.  Sucesos que pueden marcar a generaciones enteras, dibujarlas y tamizarlas.
El escritor checo Milan Kundera sostenía que dentro de la narrativa de ficción lo importante era explorar la dimensión histórica del ser humano. Conocer y reflexionar acerca de las nimiedades del mundo de una mujer o de un hombre, nos ayuda a conocer y reflexionar acerca de una sociedad.
Vásquez nos propone realizar este ejercicio, a partir de la vida de personajes que pertenecen a la generación que nació y creció con el auge del narcotráfico en Colombia. Bajo la influencia de Philip Roth, escritor norteamericano de origen judío, quién a lo largo de su obra se interesó en la autocomprensión de sus  personajes, el autor de El ruido de las cosas al caer nos lleva de la mano de Maya Fritts y Antonio Yammara a una Colombia que va más allá de personajes como, Jorge Eliécer Gaitán, Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán, o Pablo Escobar Gaviria.
En esta obra el miedo y la frustración, que en muchos pasajes de la literatura colombiana contemporánea se estancan en lo banal y superfluo, se matizan y permean con el miedo personal, ese miedo íntimo, como el que muchos tuvimos de pequeños por la oscuridad, el miedo a dormir solos a despertar solos, el miedo no a la muerte de uno sino del cercano a uno.
Vecina del miedo, la frustración, es otro de los elementos que habitan a los personajes de la novela. La frustración por el encuentro que nunca se dio, por la conversación fallida, por la intimidad truncada. Por dejar morir al último de los Hipopótamos del zoológico, al que los niños de aquella generación escapaban los fines de semana. Como sostiene Juan Gabriel Vázquez uno no debe olvidar la circunstancia un poco obvia de que toda novela es, entre otras cosas, una transposición verbal de la experiencia...